Manolito Gafotas
El último mono
Me llamo Manolito García Moreno, pero si tú entras a mi barrio y le preguntas al primer tío que pase:
–Oiga, por favor, ¿Manolito García Moreno?
El tío, una de dos, o se encoge de hombros o te suelta:
–Oiga, y a mí qué me cuenta.
Porque
por Manolito García Moreno no me conoce ni el Orejones López, que es mi
mejor amigo, aunque algunas veces sea un cochino y un traidor y otras,
un cochino traidor, así, todo junto y con todas sus letras, pero es mi
mejor amigo y mola un pegote.
En
Carabanchel, que es mi barrio, por si no te lo había dicho, todo el
mundo me conoce por Manolito Gafotas. Todo el mundo que me conoce,
claro. Los que no me conocen no saben ni que llevo gafas desde que tenía
cinco años. Ahora, que ellos se lo pierden.
Me
pusieron Manolito por el camión de mi padre y al camión le pusieron
Manolito por mi padre, que se llama Manolo. A mi padre le pusieron
Manolo por su padre, y así hasta el principio de los tiempos. O sea, que
por si no lo sabe Steven Spielberg, el primer dinosaurio Velociraptor
se llamaba Manolo, y así hasta nuestros días. Hasta el último Manolito
García, que soy yo, el último mono. Así es como me llama mi madre en
algunos momentos cruciales, y no me llama así porque sea una
investigadora de los orígenes de la humanidad. Me llama así cuando está a
punto de soltarme una galleta o colleja. A mí me fastidia que me llame
el último mono, y a ella le fastidia que en el barrio me llamen el
Gafotas. Está visto que nos fastidian cosas distintas aunque seamos de
la misma familia.
A
mí me gusta que me llamen Gafotas. En mi colegio, que es el «Diego
Velázquez», todo el mundo que es un poco importante tiene un mote. Antes
de tener un mote yo lloraba bastante. Cuando un chulito se metía
conmigo en el recreo siempre acababa insultándome y llamándome
cuatro-ojos o gafotas. Desde que soy Manolito Gafotas insultarme es una
pérdida de tiempo. Bueno, también me pueden llamar Cabezón, pero eso de
momento no se les ha ocurrido y desde luego yo no pienso dar pistas. Lo
mismo le pasaba a mi amigo el Orejones López; desde que tiene su mote
ahora ya nadie se mete con sus orejas.
Hubo
un día que discutimos a patadas cuando volvíamos del colegio porque él
decía que prefería sus orejas a mis gafas de culo de vaso y yo le decía
que prefería mis gafas a sus orejas de culo de mono.
Eso
de culo de mono no le gustó nada, pero es verdad. Cuando hace frío las
orejas se le ponen del mismo color que el culo de los monos del zoo; eso
está demostrado ante notario. La madre del Orejones le ha dicho que no
se preocupe porque de mayor las orejas se encogen; y si no se encogen,
te las corta un cirujano y santas pascuas.
La
madre del Orejones mola un pegote porque está divorciada, y como se
siente culpable nunca le levanta la mano al Orejones para que no se le
haga más grande el trauma que le está curando la señorita Esperanza, que
es la psicóloga de mi colegio. Mi madre tampoco quiere que me coja
traumas pero, como no está divorciada, me da de vez en cuando una
colleja, que es su especialidad.
La
colleja es una torta que te da una madre, o en su defecto cualquiera,
en esa parte del cuerpo humano que se llama nuca. No es porque sea mi
madre, pero la verdad es que es una experta como hay pocas. A mi abuelo
no le gusta que mi madre me dé collejas y siempre le dice: «Si le vas a
pegar dale un poco más abajo, mujer, no le des en la cabeza, que está
estudiando.»
Mi
abuelo mola, mola mucho, mola un pegote. Hace tres años se vino del
pueblo y mi madre cerró la terraza con aluminio visto y puso un sofá
cama para que durmiéramos mi abuelo y yo. Todas las noches le saco la
cama. Es un rollo mortal sacarle la cama, pero me aguanto muy contento
porque luego siempre me da veinticinco pesetas en una moneda para mi
cerdo –no es un cerdo de verdad, es una hucha– y me estoy haciendo
inmensamente rico.
Hay
veces que me llama el príncipe heredero porque dice que todo lo que
tiene ahorrado de su pensión será para mí. A mi madre no le gusta que
hablemos de la muerte, pero mi abuelo dice que en los cinco años de vida
que le quedan piensa hablar de lo que le dé la gana.
Mi
abuelo siempre dice que quiere morirse antes del año 2000; dice que no
tiene ganas de ver lo que pasará en el próximo siglo, que para siglos ya
ha tenido bastante con éste. Está empeñado en morirse en 1999 y de la
próstata, porque ya que lleva un montón de tiempo aguantando el rollo de
la próstata, tendría poca gracia morirse de otra cosa.
Yo
le he dicho que prefiero heredar todo lo de su pensión sin que él se
muera, porque dormir con mi abuelo Nicolás mola mucho, mola un pegote.
Nos dormimos todas las noches con la radio puesta y si mi madre prueba a
quitamos la radio nos despertamos.
Nosotros
somos así. Si mi abuelo se muriera yo tendría que compartir la terraza
de aluminio visto con el Imbécil, y eso me cortaría bastante el rollo.
El
Imbécil es mi hermanito pequeño, el único que tengo. A mi madre no le
gusta que le llame el Imbécil; no hay ningún mote que a ella le haga
gracia.
Que
conste que yo se lo empecé a llamar sin darme cuenta. No fue de esas
veces que te pones a pensar con los puños sujetando la cabeza porque te
va a estallar.
Me
salió el primer día que nació. Me llevó mi abuelo al hospital; yo tenía
cinco años; me acuerdo porque acababa de estrenar mis primeras gafas y
mi vecina la Luisa siempre decía: «Pobrecillo, con cinco años.»
Bueno,
pues me acerqué a la cuna y le fui a abrir un ojo con la mano porque el
Orejones me había dicho que si mi hermanito tenía los ojos rojos es que
estaba poseído por el diablo. Yo fui a hacerlo con mi mejor intención y
el tío se puso a llorar con ese llanto tan falso que tiene. Entonces
todos se me echaron encima como si el poseído fuera yo y pensé por
primera vez: «¡Qué imbécil!», y es de esas cosas que ya no se te quitan
de la cabeza. Así que nadie me puede decir que le haya puesto el mote
aposta; ha sido él, que ha nacido para molestar y se lo merece.
Igual que yo me merezco que mi abuelo me llame: Manolito, el Nuevo Joselito: Porque mi abuelo me enseñó su canción preferida, que se llama Campanera,
y que es una canción muy antigua, de cuando no había water en la casa
de mi abuelo y la televisión era muda. Algunas noches jugamos a
Joselito, que era el niño antiguo que la cantaba en el pasado, y yo le
canto la canción y luego hago que vuelo y esas cosas, porque si no jugar
a Joselito, una vez que acabas de cantar Campanera, se convierte en un rollo repollo. Además, a mi abuelo se le saltan las lágrimas por lo antigua que es Campanera y
porque el niño antiguo acabó en la cárcel; y a mí me da vergüenza que
mi abuelo llore con lo viejo que es por un niño tan antiguo.
Resumiendo, que si vas a Carabanchel y preguntas por Manolito, el Nuevo Joselito,
tampoco te van a querer decir nada o a lo mejor te señalan la cárcel de
mi barrio, por hacerse los graciosos, que es una costumbre que tiene la
gente.
No
sabrán quién es Manuel, ni Manolo, ni Manuel García Moreno, ni el Nuevo
Joselito, pero todo el mundo te dará pelos y también señales de
Manolita, más conocido a este lado del río Manzanares como Gafotas, más
conocido en su propia casa como «Ya ves tú quién fue a hablar: El Último
Mono».
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